La última vez que lo vi, estaba clamando, llorando y pidiendo por su perro dorado. Nunca lo vi tan acongojado era como si un golpe de realidad se hubiera estrellado contra su mente. Recuerdos del pasado volvieron a la superficie volviéndolo a ahogar en una catarata de sentimientos que pensaba olvidados. Paso frente a mí, levanto la mirada y sus ojos me apuntaron, y sus labios pronunciaron unas palabras para luego seguir sumergido en su universo particular. Me dijo:
.- Le dije! Siempre “Pipo” la esperaba sentado en la puerta del supermercado cuando ella realizaba las compras a mí nunca me hizo caso !
No sabía porque estaba así. Y me comentaron que alzo a su compañero del asfalto de la ruta frente al mar, sus manos se llenaron de sangre, sus piernas, sus zapatillas sucias, en donde el color rojo resaltaba sobre el negro. Camino sin emociones que lo delataran, serio, perdido, como siempre en algún lugar de su universo. Los autos le tocaban bocina, paraban, lo insultaban, pero el seguía caminando inmutable. Llego a su esquina y no pudo mas, empezó a llorar con su compañero en sus brazos, como ahogándose en un mar de emociones reprimidas.
La primera vez que lo vi, yo estaba cenando en un restaurante con la brisa marina como compañera, donde el grado de camaradería me hacia volver casi todas las noches, pidió comprar una vaso de cerveza, no tenía mucho efectivo en el bolsillo y solo para eso le alcanzaba, pero uno de los parroquianos le compro una botella, le dio lo poco que tenia y la bebió junto a la persona que había sido su benefactor, me sorprendió ya que tenía una apariencia de no haberse bañado en días, pero igual esa persona con sus otros amigos bebió con él.
Siempre pensé que veía a las personas como castillos de arena destruyéndose por el viento. Limpiaba los autos,limpiaba las veredas, y recibía algunas propinas y con eso se mantenía . En su casa colgaba las sabanas y otras prendas que aparentemente no le pertenecían en la puerta, como si una gran familia viviera allí. Yo tuve la suerte de vivir cuando el vivió, pudo ver al perro dorado que lo acompañaba custodiando la puerta o sumergido en las aguas de la playa siendo acariciado por los niños y adultos que estaban allí, yo tuve el honor de acariciarlo mientras le perdía el miedo a las olas que se hacían cada vez más grandes, pero el perro dorado las rompía y volvía otra vez. Cuando se cansaba volvía a su casa con su amo.
No sé porque me hacia recordar a “Gardel” así le decían los vecinos al sereno que día y noche cuidaba una construcción que parecía nunca se acabaría. Siempre ponía la radio en alguna emisora que estuviera pasando tango, quizás por el eso el sobrenombre, con mis amigos esa construcción era nuestro campo de juego, algunos arboles habían logrado crecer en su interior en el piso de tierra era como nuestra jungla secreta. Siempre vestía de saco y corbata, sus arrugas y su cara bronceada como por mil soles, delataban su edad, a veces entrabamos a su habitación y lo veíamos recostado sobre una sabana en el piso, para luego huir a nuestras casas.
Ahora habiendo sido testigo de esas historias, también me hace recordar una de la que fui protagonista, una historia inconclusa que se aferro a mí. El perro dorado existió en mis recuerdos, cuando lo vi nadando en la playa y cuando me ladraba detrás de una puerta pintada de blanco en mi adolescencia aunque yo no podía verlo.